YO ESTUVE ALLÍ

         Esta es una breve historia de ficción contada en primera persona por un sayón, que narra su conversión profunda, repentina y de enorme dramatismo, al encontrarse cara a cara con Jesús, en los momentos de su prendimiento

                                                                 "YO ESTUVE ALLÍ"

    Sería sobre la hora tercia cuando un soldado de la guardia de los príncipes de los sacerdotes y de los fariseos me sacó de mi catre a voz en grito diciéndome que debía dirigirme de inmediato a la puerta del palacio de Caifás.

     Al salir, frotándome los ojos, sentí frío y contemplé un cielo sin estrellas mientras emprendía el camino casi a ciegas porque mi antorcha estaba muy gastada y su luz era pobre. Al llegar, casi jadeando, ya se encontraban allí soldados romanos y algunos sacerdotes del templo.

    Vi que varios de los sacerdotes hablaban con un hombre enjuto y de aspecto nervioso que estaba contando el dinero que acababan de entregarle en una bolsa. Nunca lo había visto pero luego me enteré de que había aparecido ahorcado en un árbol y de que su nombre era Judas.

    Me acerqué a un fuego que había cerca, tratando de quitarme el frío mientras uno nos repartía vino, pero enseguida el jefe de la guardia nos llamó y nos dijo que tenía una misión para nosotros y que, si cumplíamos, nos pagarían bien.

    Pronto se formó un grupo, no los conté pero no creo que pasáramos de veinte, algunos armados con cascos y espadas y otros con dagas y lanzas, pero a mí y a mis tres compañeros, que no éramos soldados sino simples sirvientes sayones, solo nos entregaron palos de madera, cuerdas y cadenas, poniéndose en marcha todo el grupo hacia la puerta de Efraím, mientras los enviados por los sumos sacerdotes y fariseos nos seguían de cerca.

     La luz de las antorchas hacía que nuestras figuras parecieran espectros mientras la silueta de la torre Antonia se dibujaba tenebrosa a cierta distancia. Pronto empezamos a subir hacia Getsemaní, presurosos y con sigilo, y solo la cháchara amortiguada de los que venían detrás, además del ruido que provocaban las armas de los soldados, rompía el silencio que nos embargaba.

    Al llegar a un lugar rocoso donde solían reunirse algunos judíos de una nueva secta de seguidores de un tal Jesús, el jefe de la guardia, que iba a la cabeza de la pequeña columna nos mandó parar, y entonces Judas, que hasta entonces casi había pasado desapercibido se adelantó y acercándose a un hombre alto y de rostro sereno que estaba acompañado por varios hombres, le dijo algo que no alcancé a oír, y le besó en la cara.

     En aquel momento no comprendí aquel gesto porque sabía que íbamos a apresar a alguien importante, pero luego me dijeron que esa era la señal para prenderlo. Esta ignorancia por mi parte y la de mis tres compañeros no debe extrañar a nadie, porque a nosotros, simples sirvientes y considerados de baja ralea, nos informaban lo menos posible.

     Me acerqué todo lo que pude y así conseguí oír que el hombre alto le decía a Judas "¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?, más te valdría no haber nacido". Al oírlo, varios soldados se abalanzaron sobre Él y entonces comprendí que aquel hombre era Jesús a quien estábamos buscando.

    Uno de los que estaba con él, blandiendo un cuchillo, hirió a Malco, un siervo de Caifás, pero aquel hombre alto, le reconvino con presteza y entonces sus seguidores se dispersaron desapareciendo en la oscuridad y dejándole solo.

     Cuando le puse la cadena que llevaba para apresarlo, Jesús volvió la cabeza hacia mí y me miró, y entonces contemplé una mirada de comprensión y ternura como jamás había visto en toda mi vida, aunque en sus ojos, enturbiados ahora, me pareció ver una honda tristeza.

    Yo quedé como ensimismado sin poder dejar de mirarle y todo lo demás desapareció, solo recuerdo que no fui capaz de cerrar la cadena que intentaba ponerle y entonces el jefe de la guardia, lleno de ira y desprecio me devolvió a la realidad dándome una patada brutal, echándome de allí mientras me gritaba,"Si no eres capaz de hacer lo que has venido a hacer, quítate de en medio".

     Pero a mí ya no me importaba nada y solo tenía ojos para aquel hombre que llamaban Jesús y con un sentimiento que no puedo explicar le seguí a poca distancia, hasta que uno de los soldados me golpeó por detrás. Mi última mirada antes de perder el sentido fue para Él y vi que estaba rodeado por aquella turba que reía y le vejaban mientras le llevaban hacia la ciudad.

     Cuando desperté, el sol estaba alto aunque brillaba pálidamente a través de las nubes de un día grisáceo. Me dolía todo el cuerpo, me ardían los ojos y hubiera dado lo que fuera por un trago de vino. No sé cuánto tiempo estuve allí pero pude ponerme en pie y mientras me dirigía a la ciudad encontré a un hombre que venía pastoreando su rebaño a quien rogué un sorbo de agua.

    Mientras bebía ansiosamente me contó que el prefecto Pilatos, había condenado en el pretorio al profeta que llaman Jesús el Nazareno, a morir crucificado por deseo del Sanedrín. En aquel momento el cielo se oscureció de repente como si fuera de noche y el sonido de un trueno cercano me atronó en los oídos mientras una lluvia fría y torrencial caía con fuerza.

      Tras dar las gracias al pastor me puse en camino hacia el Gólgota donde sabía ajusticiaban a los condenados. Me apresuré todo lo que pude y al llegar al monte lo vi allí en medio de otros dos ajusticiados clavado en una cruz. Creo que ya estaba muerto aunque al acercarme, su figura humillada y torturada parecía todavía sostener un hálito de vida. A mí se me partió el corazón contemplando lo que habían hecho con Él y jamás volví a ser el mismo.

     Había allí un pequeño grupo de mujeres pesarosas y un hombre joven que consolaba a una de ellas cuyo rostro mostraba un profundo sufrimiento. Me acerqué con tristeza y me quedé allí sentado sin saber que hacer.

     Más tarde aparecieron algunas personas y al punto comprendí que pretendían bajar a Jesús de la cruz. Entonces sin decir nada porque no podía ni hablar, me acerqué a ellos, y con ojos de súplica puse mis manos sobre los pies de Jesús clavados todavía en aquel madero mientras aquellos hombres sacaban cuerdas y poleas. Comprendiendo mi deseo de ayudar, asintieron con la cabeza.

   Desde entonces nunca me separé de los discípulos de Jesús, acompañándoles y sirviéndoles en lo que hiciera falta mientras enseñaban a las gentes y yo aprendía sobre las cosas del Señor, hasta el día de hoy, cuando siendo ya un viejo inútil y decrépito, aguardo con esperanza volver a ver aquel Bendito Rostro que un día y con solo una mirada, cambió mi vida para siempre.

Juande.